sábado, 5 de julio de 2008

Victoria Martín de Campo





Victoria Martín de Campo
José Antonio Hernández Guerrero

Las reflexiones sobre los episodios históricos y, por supuesto, los análisis de las obras artísticas, además de proporcionarnos informaciones interesantes sobre la manera de interpretar la vida humana nuestros antepasados, nos arrojan abundantes luces sobre nuestra cambiante -progresiva- forma de pensar, de sentir y de comportarnos. Esos testimonios, aunque estén distantes, encierran las raíces y las claves de los problemas más importantes que nos plantea la actualidad. El pasado nos importa porque, en la medida en que nos descubre y nos explica nuestra situación actual, nos ayuda a seguir creciendo. Éste fue el objetivo que se propuso Rosa Regás en sus comentarios sobre el Autorretrato -dotado de “infinita sencillez y sobriedad”- de la pintora gaditana Victoria Martín de Campo, que se exhibe en el Museo de Cádiz.
Con su lenguaje claro, directo e incisivo, la escritora catalana -“mujer apasionada, irritable, libre, batalladora y de lágrima fácil”, en palabras de su presentadora, Ana Rodríguez Tenorio- aprovechó la oportunidad para exponernos su juicio sobre la sociedad machista, injusta e inhumana, de entonces y de ahora. Nos explicó las razones por las que esta artista, que nació en 1784 y falleció en 1869, a pesar de ser mujer educada para ser madre, esposa o amante, fue capaz de ser pintora. La esmerada educación de esta artista -que, a pesar de su notable talla intelectual, no es suficientemente conocida por la historia ni reconocida por la crítica especializada- fue posible gracias a la confluencia de tres factores que sólo coincidían en una minoría de seres afortunados: unos padres generosos, unos elevados medios económicos y un clima social progresista: el de aquel Cádiz del diecinueve.
A juicio de Rosa Regás, Victoria Martín de Campo constituye una llamada perentoria para que luchemos descaradamente contra esas inhumanas convenciones que nos encadenan -más a unas que a otros-, y contra esas atávicas convicciones según las cuales la fuente de la felicidad de la mujer es la sumisión al hombre. Hemos de reconocer que, a pesar de los innegables avances que, a fuerza de denodadas porfías, se están produciendo, aún queda un dilatado trecho por recorrer para alcanzar una sociedad más igualitaria y más equilibrada, más abierta y más colaboradora.
En mi opinión, la única forma de deshacer los estereotipos machistas y de propiciar el clima social que facilite el progreso en el camino empinado hacia la igualdad, hacia unas relaciones más equitativas, hacia la revolución incruenta, profunda y silenciosa del crecimiento individual y de las relaciones humanas es trabajar con el fin de elevar la cultural y avanzar en una educación apoyada en los cimientos de una ética y de una estética que, además de la razón, cultive la imaginación y las emociones.
Me atrevo, incluso, a proponer un modelo de educación que nos estimule permanentemente a preguntarnos sobre nosotros mismos, a cuestionarnos nuestra forma de vivir, a interpelarnos sobre nuestras categorías de valores: que, frente a los diferentes dogmatismos religiosos, políticos, filosóficos y estéticos, nos haga dudar de nuestras convicciones. ¿Quién soy yo? ¿Quién es el otro? Una formación que nos distancie y nos acerque a nosotros mismos y a los demás. A lo mejor la contemplación de las obras artísticas nos sirve también para ver con otros ojos, para interpretar con otras claves y para reconstruir con otros materiales la realidad. Es posible que la función principal del arte consista en transformar el mundo descubriendo el valor profundo, la nobleza íntima y la belleza esencial de cada cosa.

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