sábado, 5 de julio de 2008

La Santa Cueva




La Santa Cueva
José Antonio Hernández Guerrero

Era inevitable que, tras la visita realizada a la exposición ‘Historias Bajo el Mar’ del Centro de Arqueología Subacuática, situado en nuestra Caleta, y después de haber contemplado la zona que el Museo de Cádiz dedica a los objetos religiosos fenicios y a las imágenes de la diosa Astarté, acudiera a la Santa Cueva, lugar en el que, según la hipótesis de la profesora Inmaculada Pérez, es posible que estuviera situado el templo fenicio en el que se veneraba a la Venus marina. La semana pasada se me ofrecía, además, la oportunidad de escuchar el sermón de las Siete Palabras y la pieza musical compuesta por el vienés Joseph Haydn.
Llegué al Oratorio una hora antes con el fin de recrearme, en primer lugar, con la belleza deslumbrante de la capilla elíptica que, situada en la planta superior, está dedicada a las celebraciones eucarísticas. Su arquitectura, sus esculturas y sus pinturas me transmitieron placenteras sensaciones de alegría y hondos sentimientos de gratitud. El edificio de estilo neoclásico con reminiscencias barrocas –como me indicó el párroco del Rosario, Aquiles López Muñoz- fue proyectado por Torcuato Cayón de la Vega y por su ahijado y discípulo Torcuato Benjumeda, y su construcción comenzó en 1781, a expensas de José Saénz de Santa María, marqués de Valdeiñigo. Es un espacio luminoso, dotado de exuberante ornamentación que nos invita a seguir creciendo, a vivir la vida, a disfrutarla con los sentidos y con los sentimientos: es un conjunto de hermosos símbolos bíblicos que nos estimulan a la efusión sensorial y cordial.
La atmósfera creada por esa luminosa cúpula elíptica que está apoyada sobre columnas adosadas de jaspe de orden jónico, las tres pinturas enmarcadas en los lunetos, en las que Francisco Goya representa escenas de la Última Cena, de la Parábola del convite nupcial y del milagro de la multiplicación de los panes y los peces; los lienzos en los que Zacarías González Velásquez pinta “Las Bodas Canaán”, y José Camarón interpreta “El rocío del Maná”, constituyen incitantes propuestas para el regocijo estético. Me detuve ante esos amplios espacios delimitados por las columnas, en los que gigantescos relieves representan a San Luis Gonzaga y a San Estanislao de Kostka, obras de Cosme Velásquez, director entonces de la Academia de Bellas Artes de Cádiz. Especial atención presté al templete-sagrario que, bajo la cúpula decorada por el italiano Antonio Cavallini, está custodiado por ángeles de mármol blanco y rodeado por seis columnas corintias de plata.
La capilla baja, dedicada a la Pasión, -distribuida en tres naves separadas por pilares y cubierta por bóveda de lunetos con arcos fajones rebajados- me impresionó por su austeridad, por su sobriedad decorativa y por su desnudez arquitectónica. Me recordaron que allí, ante el calvario completo de mármol en tamaño natural, obra del escultor genovés Jácome Vaccaro y del gaditano Gandulfo, los miembros de la Cofradía de Disciplinantes de la Madre Antigua imitaban la flagelación de Cristo y se azotaban en señal de arrepentimiento de sus pecados.
El violento contraste que presentan estas dos capillas superpuestas explica bellamente la paradoja que define nuestra existencia humana, la permanente contradicción en la que se resuelven todas nuestras actividades: el gozo y el sufrimiento, el descanso y el trabajo, el bien y el mal, el amor y el odio, y, en resumen, la vida y la muerte.



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