martes, 1 de julio de 2008


Imágenes y palabras
José Antonio Hernández Guerrero

En contra de ese tópico tan repetido que otorga mayor poder expresivo a la imagen visual que a la palabra articulada o escrita, hemos de reconocer que ambos lenguajes constituyen unos cauces, convergentes y complementarios, que, en la práctica nos resultan imposible separar. Si el contenido de la palabra, por muy abstracto que a simple vista nos parezca, es siempre una imagen, los significados de las imágenes están inevitablemente amasados con palabras. Este principio fundamental de la semiótica actual adquiere una singular importancia cuando se trata de la palabra poética y de la imagen artística. Como todos sabemos, el lenguaje literario es esencialmente imaginario e imaginativo, y la imagen sólo es artística cuando está preñada de significados traducibles en palabras.
Por esta razón juzgamos acertada la programación que el Museo Provincial - impulsado por la Asociación Qultura- nos ofrece a los gaditanos con el fin de que diferentes voces poéticas nos transmitan los ecos -creados y recreados- que, en ese misterioso abismo interior de cada uno, despiertan algunas de las obras artísticas que en él se exhiben. No olvidemos, por otra parte, que los poetas, cuando escriben, también pintan, esculpen, edifican y cantan.
En la sesión del martes pasado, el poeta Antonio Gamoneda, último Premio Cervantes, abrió la edición de este año, auscultando y sintonizando para nosotros la voz de un collar fenicio de oro y de cuentas de coralina que está enhebrado por la muerte. Con su voz grave y cálida, además de descifrarnos los misteriosos mensajes que encierran esas brillantes y luminosas piezas que, además de su valor físico, poseen una naturaleza sagrada, nos relató una fábula que, tras contemplarlo, nació en su imaginación de poeta.
La bella y joven mujer de quince años, cuya garganta embelleció este collar tras su muerte, era una reina sacerdotal de las hermanas del amor. Carecía de nombre y, en el centro del templo de cristal, permanecía en completo silencio y en total quietud hasta que su lecho le alcanzaba la luz cenital. Con un leve movimiento de las retinas y de los párpados, enviaba un mensaje a la lejanía del mar donde se encontraba el navegante sin nombre. En ese instante, gracias a los pensamientos entrecruzados al ritmo de las luces, los dos experimentaban la intensidad de un amor espiritual que, aunque puro, invisible e intocable, estaba dotado de una plenitud orgámica. A los diecisiete años, falleció la joven reina, abrumada por la quietud y por la melancolía.
La lectura estética de un poeta comprometido que, en palabras de la presentadora Lalia González-Santiago, tantas veces ha cantado la belleza del dolor y de la muerte con la intención de trascenderlas, nos ha demostrado cómo la imaginación creadora posee capacidad para iluminar la vida cotidiana y para dotar de sentido a la historia descubriendo el misterio que encierran los objetos bellos. ¿Qué arqueólogo sería capaz de demostrar con argumentos sólidos que esa pequeña ánfora del collar no contiene la promesa de fidelidad de los amantes o que esa cabeza de carnero no simboliza la dualidad irresoluble entre la huida permanente y el amor irrenunciable?
Como afirma Ana Rodríguez Tenorio, coordinadora de este ciclo, “la reflexión sobre lo que vemos y las palabras que sirven para desentrañar los múltiples significados de esa realidad no sólo siguen teniendo cabida en nuestra cultura de la imagen y la información inmediata sino que, tal vez, son ahora más necesarias que nunca.

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