sábado, 5 de julio de 2008

Museo Catedralicio


Museo Catedralicio
José Antonio Hernández Guerrero

Los museos, como todos sabemos, cumplen las funciones de conservar con esmero y de exhibir, de forma didáctica, atractiva y amena, las obras artísticas, históricas y culturales que nos han legado nuestros antepasados más ilustres. Guardan los testimonios de las raíces que nutren nuestras vidas y las claves que hacen posible que nos reconozcamos cómo somos en la actualidad. Por mucho que nos empeñemos en negarlo, estos recintos encierran las explicaciones de nuestras actuales maneras de pensar, de sentir y de actuar.
El mismo convencimiento que, hace varias semanas, me impulsó a sentarme en los graderío del teatro romano con el fin profundizar en los mensajes que nos transmiten sus restos y de extraer lecciones para la vida actual, me ha animado para que visite el Museo Catedralicio que está instalado en la Casa de Contaduría, asentada precisamente sobre la cávea de dicho teatro.
Guiado por el detallado prospecto que ha elaborado el canónigo, profesor e investigador Pablo Antón Solé, he recorrido el Patio Mudéjar de la Casa del deán Rajón y el de la Casa del canónigo Terminelli, donde en los años cuarenta del siglo pasado -¿recuerdan los mayores?- el padre Torres, además de enseñarles las reglas aritméticas y las normas ortográficas a los acólitos y a los seises, ensayaba los motetes que ellos cantaban en las funciones solemnes de la Catedral.
En las diferentes salas he contemplado las muestras de pintura del siglo XIX como, por ejemplo, la de San Hermenegildo y Santa Inés, Santa Filomena y Santa Isabel, la Virgen con el Niño y Ángeles y la Aparición de la Virgen a San Ildefonso de Toledo. Me he detenido especialmente en la Sala de las Custodias en las que se exhiben, entre otras, la custodia del Cogollo, de estilo gótico florido, la del Millón, recamada con piedras preciosas y con perlas, y la de Ana de Viya, neogótica, adornada con una rica variedad de pedrería. He observado minuciosamente el Cáliz gótico, la Cruz de los juramentos, gótica y plateresca, la Cruz procesional, de estilo platerescom y la Bandeja de Ágatas, posiblemente renacentista de origen italiano.
En la Sala de Plata, he admirado el amplio y variado conjunto de piezas de orfebrería de estilo barroco y neoclásico como, por ejemplo, cálices, vinajeras, candelabros, incensarios, escribanías, relicarios de plata y de talla de madera policromada, y he recordado el esplendor de aquel siglo XVIII gaditano que fue punto de partida y de llegada de los comerciantes de América.
Durante el recorrido he reflexionado, no sólo sobre los cambios de estilos artísticos y sobre la evolución de los cánones de belleza, sino también sobre las transformaciones de los ritos litúrgicos, sobre las diferentes y, a veces, opuestas formas que, a lo largo de la Historia, los creyentes han interpretado y celebrado aquellos misterios que tuvieron lugar hace ya más de dos mil años.
En mi opinión, es saludable seguir ese impulso que nos lleva a confrontarnos con nuestro pasado, a medirnos con él, con el fin de extraer enseñanzas de los relatos de esos episodios lejanos que, por caminos zigzagueantes, desembocan en nuestra actualidad. La contemplación de estas reliquias, además de hacernos disfrutar, puede enseñarnos valiosas lecciones proporcionándonos pistas orientadoras que nos ayuden a proseguir nuestra andadura. Para ello es necesario que cultivemos el sentido crítico con el fin de extraer las sustancias nutritivas y, al mismo tiempo, liberarnos en lo posible de lo peor de esos tiempos ya superados.

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