sábado, 5 de julio de 2008

Poesía y Arqueología


Poesía y arqueología
José Antonio Hernández Guerrero

Hemos de reconocer el tino de Ana Rodríguez Tenorio al unir, en un conjuntado dúo, las voces de un arqueólogo y de una poeta. Gracias a las medidas palabras introductorias de José María Gener Basallote y a la profunda voz de Pilar Paz Pasamar, hemos sintonizado con aquellos sentimientos de frustración que invadieron a don Pelayo Quintero cuando se despidió de Cádiz sin haber logrado localizar el famoso templo de Meelkart y sin haber encontrado su “Dama de mármol”.
Si es cierto que la tarea de los arqueólogos es descifrar los significados de los restos materiales de la Antigüedad, también es verdad que sólo una poeta como Pilar Paz Pasamar -que concibe y vive la poesía como una senda directa para penetrar en el fondo de las emociones, como una sonda para captar las resonancias sentimentales y para sintonizar con los ecos íntimos de las “entrañas humanas” de todos los seres creados- es capaz de contarnos con tanto detalle el sueño que tuvo don Pelayo aquella tarde de septiembre, en el jardín de su casa, echado en la mecedora y envuelto en el olor penetrante “dulzón y espeso como el que se despende de los racimos de uva al ser pisoteados en un lagar”.
Sólo Pilar Paz, con su discurso lírico eficazmente limpio y particularmente irónico, posee pericia para detallarnos esa liturgia de amortajar a esa señora que falleció repentinamente: las pestañas de cobre colocadas en la máscara, las leves pinceladas de púrpura, los dibujos la madera para que los pliegues imitaran a la perfección “el traje de fiesta de quien jamás festejara nada”. Es probable que sólo ella sea capaz de escuchar los latidos de ese amo que, al parecer, estaba más nervioso por la detención de los trabajos que por la muerte de su señora o, quizás, porque ese luctuoso hecho había impedido que su esclava predilecta, la pequeña Ibys, se abstuviera de penetrar en su alcoba para proporcionarle urgentes satisfacciones.
En opinión, otro de los mayores aciertos de la intervención de Pilar ha sido la habilidad con la que ha incrustado la perla del relato del feliz hallazgo del sarcófago por ese albañil que, estremecido tras romper el mármol y meter el brazo hasta el codo –repitiendo inconscientemente el mismo gesto del maestro escultor que confeccionó el sarcófago-, sintió un asco insoportable por ese olor a demonios que afloraba de “esa tumba de las romanas que hay por toas partes”.
Al día siguiente de este acto celebrado en el “Salón de Trajano”, he regresado al Museo para contemplar de nuevo la blancura tenebrosa de la Dama de Cádiz. Les aseguro que, gracias a la conmovedora, verosímil y ocurrente historia que Pilar nos ha contado, he sentido unas sensaciones totalmente diferentes a las que, en otras ocasiones, había experimentado: he sentido alegría por el descubrimiento, pena por muerte de la rica señora, desprecio por la actitud de su desaprensivo marido, lástima por la situación de la pobre esclava y regocijo con los comentarios de los afortunados albañiles.
Sin duda alguna, la imaginación de los poetas, más que alejarnos de la vida de cada día, la humaniza, despierta nuestra sensibilidad artística e, incluso, puede avivar nuestra conciencia moral. Puede ayudarnos para que nos defendamos de los ataques permanentes de la vulgaridad estética de la sociedad y de la brutalidad política de los poderosos: protegernos de la ordinariez ambiental y de la crueldad institucional, y, a veces, nos estimula para que seamos coherentes con nosotros mismos y honrados con los demás. La literatura, efectivamente, tiene que ver, con la ensoñación y con el arte de la magia, pero también con la ética y, a veces, con la mística.

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