sábado, 5 de julio de 2008

Los ángeles turiferarios


Los ángeles turiferarios
José Antonio Hernández Guerrero

Permítanme que les repita un principio elemental que, a veces, se nos olvida: para percibir, interpretar, valorar y disfrutar de los objetos bellos es necesario que, además de estar dotados de cierta sensibilidad estética, nos pongamos en manos de unos maestros que nos eduquen el gusto, esa capacidad para sentir con los sentidos y con los sentimientos, y esa destreza para degustar con la inteligencia y con la fantasía. Por esta razón no hemos dudado en acudir a la nueva convocatoria de la Asociación Qultura, un grupo de amantes de la buena literatura que, animados por la periodista Ana Rodríguez Tenorio, nos proporciona periódicamente la oportunidad de que nos deleitemos con agudos análisis y con sabrosas explicaciones de obras expuestas en nuestro Museo Provincial.
En esta ocasión hemos escuchado a Pablo García Baena, ese poeta sabio y conmovedor que, en palabras de José Manuel Benítez Ariza, es un profesional de la belleza, un creador de mundos inéditos y un maestro de la palabra: un analista que ausculta los latidos íntimos de los seres hermosos y que, además, nos los transmite con una notable hondura; un intermediario entusiasta que nos abre las puertas que conducen a sus jardines secretos para que penetremos en el fondo humilde de los olores, de los sonidos y de los sabores que amasaron su niñez, el lugar en el que se depositaron las sustancias que alimentan su dilatada e intensa vida.
Pablo, acompañado de Rafael -el patrón de su Córdoba y de los caminantes- y cogido de la mano del otro Rafael -el cantor de los ángeles que protegen nuestra Bahía- con su cálida voz y con un leve gesto de su mano izquierda, logró que los dos ángeles turiferarios salieran de sus cuadros y que, en compañía de todos los demás de la corte celestial, sobrevolaran nuestras cabezas inundando el ambiente de un intenso olor de azucenas, de la luz deslumbrante de su sabiduría y del expansivo calor de su cordial amistad.
Hemos disfrutado contemplando, desde una perspectiva nueva, los rostros de esos dos agraciados mancebos alados, con cuellos y caras de adolescentes callejeros, a los que García Baena ya trataba desde su juventud, y que, revestidos por Zurbarán con una sobria elegancia, nos transmiten cálidos mensajes de liberadora simpatía.
Son unos ángeles que no forman parte de victoriosos ejércitos, que no se llaman Rafael, Gabriel o Miguel, que no son incorpóreos e invisibles, sino que, dotados de cuerpos vigorosos, apoyan sus pies en la tierra común que nos sostiene y que nos reúne; son ángeles que, con sus leves alas, nos invitan para que nos elevemos a los cielos limpios de la libertad y que, con el suave balanceo de sus incensarios, nos estimulan amablemente para que nos transportemos al firmamento de la fantasía creadora.
Los ángeles turiferarios -acólitos, monaguillos y, por lo tanto, servidores-, gracias a las palabras de Pablo, han impregnado el ambiente del olor suave a incienso, ese perfume aromático que constituye llamadas a la armonía, a la sencillez y a la simplicidad. Estos ángeles heterodoxos nos han descubierto la inmanente trascendencia de los gestos nobles y de las palabras amables. Son unos ángeles silenciosos que, nacidos de la luz, ellos son la luz de Cádiz, y que, sin hacer ruidos de trompetas o de tambores, nos transmiten saludables mensajes que nos invitan para que disfrutemos de las bellezas de las cosas sencillas.

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